Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además
importados, irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en
el último cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había
sido que podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro. "Negro
con rojo queda fenomenal", había sido el consejo estético de Enriqueta. Pero
Mariana, en un discreto rasgo de independencia, había decidido que cada pocillo
sería usado con su plato del mismo color.
"El café ya está pronto. ¿Lo sirvo?", preguntó Mariana. La voz se dirigía al
marido, pero los ojos estaban fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo nada,
pero José Claudio contestó: "Todavía no. Esperá un ratito. Antes quiero fumar un
cigarrillo". Ahora sí ella miró a José Claudio y pensó, por milésima vez, que
aquellos ojos no parecían de ciego. La mano de José Claudio empezó a moverse,
tanteando el sofá. "¿Qué buscás?" preguntó ella. "El encendedor". "A tu
derecha". La mano corrigió el rumbo y halló el encendedor. Con ese tembló: que
da el continuado afán de búsqueda, el pulgar hizo girar varias veces la ruedita,
pero la llama no apareció. A una distancia ya calculada, la mano izquierda
trataba infructuosamente de registrar la aparición dei calor. Entonces Alberto
encendió un fósforo y vino en su ayuda. "¿Por qué no lo tirás?" dijo, con una
sonrisa que, como toda sonrisa para ciegos, impregnaba también las modulaciones
de la voz. "No lo tiro porque le tengo cariño. Es un regalo de Mariana".
Ella abrió apenas la boca y recorrió el labio inferior con la punta de la
lengua. Un modo como cualquier otro de empezar a recordar. Fue en marzo de 1953,
cuando él cumplió treinta y cinco años y todavía veía. Habían almorzado en casa
de los padres de José Claudio, en Punta Gorda, habían comido arroz con
mejillones. y después se habían ido a caminar por la playa. El le había pasado
un brazo por los hombros y ella se había sentido protegida, probablemente feliz
o algo semejante. Habían regresado al apartamento y él la había besado
lentamente, amorosamente, como besaba antes. Habían. inaugurado el encendedor
con un cigarrillo que fumaron a medias.
Ahora el encendedor ya no servía. Ella tenia poca confianza en los conglomerados
simbólicos, pero, después de todo, ¿qué servía aún de aquella época?
"Este mes tampoco fuiste al médico", dijo Alberto.
"¿Querés que te sea sincero?''. "Claro."
"Me parece una idiotez de tu parte."
"¿Y para qué voy a ir? ¿Para oírle decir que tengo una salud de roble, que mi
hígado funciona admirablemente, que mi corazón golpea con el ritmo debido, que
mis intestinos son una maravilla? ¿Para eso querés que vaya? Estoy podrido de mi
notable salud sin ojos."
La
época anterior a la ceguera. José Claudio nunca había sido un especialista en la
exteriorización de sus emociones, pero Mariana no se ha olvidado de cómo era ese
rostro antes de adquirir esta tensión, este presentimiento. Su matrimonio había
tenido buenos momentos, eso no podía ni quería ocultarlo. Pero cuando estalló el
infortunio, él se había negado a valorar su 'amparo, a refugiarse en ella. Todo
su orgullo se concentró en un silencio terrible, testarudo, un silencio que
seguía siendo tal, aun cuando se rodeara de palabras. José Claudio había dejado
de hablar de sí.
"De todos modos deberías ir", apoyó Mariana. "Acordate de lo que siempre te
decía Menéndez". "Cómo no que me acuerdo: Para Usted No Está Todo Perdido. Ah, y
otra frase famosa: La Ciencia No Cree En Milagros. Yo tampoco creo en milagros."
"¿Y por qué no aferrarte a una esperanza? Es humano".
"¿De veras?" Habló por el costado del cigarrillo.
Se
había escondido en sí mismo. Pero Mariana no estaba hecha para asistir,
simplemente para asistir, a un reconcentrado. Mariana reclamaba otra cosa. Una
mujercita para ser exigida con mucho tacto, eso era. Con todo, había bastante
margen para esa exigencia; ella era dúctil. Toda una calamidad que él no pudiese
ver; pero ésa no era la peor desgracia. La peor desgracia era que estuviese
dispuesto a evitar, por todos los medios a su alcance, la ayuda de Mariana. El
menospreciaba su protección. Y Mariana hubiera querido --sinceramente,
cariñosamente, piadosamente- protegerlo.
Bueno, eso era antes; ahora no. El cambio se había operado con lentitud. Primero
fue un decaimiento de la ternura. El cuidado, la atención, el apoyo, que desde
el comienzo estuvieron rodeados por un halo constante de cariño, ahora se habían
vuelto mecánicos. Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía duda, pero no
disfrutaba manteniéndose solícita. Después fue un temor horrible frente a la
posibilidad de una discusión cualquiera. El estaba agresivo, dispuesto siempre a
herir, a decir lo más duro, a establecer su crueldad sin posible retroceso. Era
increíble como hallaba siempre, aun en las ocasiones menos propicias, la injuria
refinadamente certera, la palabra que llegaba hasta el fondo, el comentario que
marcaba a fuego. Y siempre desde lejos, desde muy atrás de su ceguera, como si
ésta oficiara de muro de contención para el incómodo estupor de los otros.
Alberto se levantó del sofá y se acercó al ventanal.
"Qué otoño desgraciado", dijo. "¿Te fíjaste?". La pregunta era para ella.
"No", respondió José Claudio. "Fíjate vos por mí".
Alberto la miró. Durante el silencio, se sonrieron. A1 margen de José Claudio, y
sin embargo a propósito de él. De pronto Mariana supo que se había puesto linda.
Siempre que miraba a Alberto, se ponía linda. El se lo había dicho por primera
vez la noche del veintitrés de abril del año pasado, hacía exactamente un año y
ocho días: una noche en que José Claudio le había gritado cosas muy feas, y ella
había llorado, desalentada, torpemente triste, durante horas y horas, es decir
hasta que había encontrado el hombro de Alberto y se había sentido comprendida y
segura. ¿De dónde extraería Alberto esa capacidad para entender a la gente? Ella
hablaba con él, o simplemente lo miraba, y sabía de inmediato que él la estaba
sacando del apuro. "Gracias", había dicho entonces. Y todavía ahora, la palabra
llegaba a sus labios directamente desde su corazón, sin razonamientos
intermediarios, sin usura. Su amor hacia Alberto había sido en sus comienzos
gratitud, pero eso (que ella veía con toda nitidez) no alcanzaba a depreciarlo.
Para ella., querer había sido siempre un poco agradecer y otro poco provocar la
gratitud. A José Claudio, en los buenos tiempos, le había agradecido que él. tan
brillante, tan lúcido, tan sagaz, se hubiera fijado en ella, tan insignificante.
Había fallado en lo otro, en eso de provocar la gratitud, y había fallado tan
luego en la ocasión más absurdamente favorable, es decir, cuando él parecía
necesitarla más.
A
Alberto, en cambio, le agradecía el impulso inicial, la generosidad de ese
primer socorro que la había salvado de su propio caos, y, sobre todo, ayudado a
ser fuerte. Por su parte, ella había provocado su gratitud, claro que sí. Porque
Alberto era un alma tranquila, un respetuoso de su hermano, un fanático del
equilibrio, pero también, y en definitiva, un solitario. Durante años y años,
Alberto y ella habían mantenido una relación superficialmente
cariñosa, que se detenía con espontánea discreción en los umbrales del
tuteo y sólo en contadas ocasiones dejaba entrever una solidaridad algo más
profunda. Acaso Alberto envidiara un poco la aparente felicidad de su hermano,
la buena suerte de haber dado con una mujer que él consideraba encantadora. En
realidad, no hacía mucho que Mariana había obtenido la confesión de que la
imperturbable soltería de Alberto se debía a que toda posible candidata era
sometida a una imaginaria y desventajosa comparación.
"Y
ayer estuvo Trelles", estaba diciendo José Claudio; "a hacerme la clásica visita
adulona que el personal de la fábrica me consagra una vez por trimestre. Me
imagino que lo echarán a la suerte y el que pierde se embroma y viene a verme".
"También puede ser que te aprecien", dijo Alberto, "que conserven un buen
recuerdo del tiempo en que los dirigías, que realmente estén preocupados por tu
salud. No siempre la gente es tan miserable como te parece de un tiempo a esta
parte".
"Qué bien. Todos los días se aprende algo nuevo". La sonrisa fue acompañada de
un breve resoplido, destinado a inscribirse en otro nivel de ironía.
Cuando Mariana había recurrido a Alberto, en busca de protección, de consejo, de
cariño, había tenido de inmediato la certidumbre de que a su vez estaba
protegiendo a su protector, de que él se hallaba tan necesitado de amparo como
ella misma, de que allí, todavía tensa de escrúpulos y quizá de pudor, había una
razonable desesperación de la que ella comenzó a sentirse responsable. Por eso,
justamente, había provocado su gratitud, por no decírselo con todas las letras,
por simplemente dejar que él la envolviera en su ternura acumulada de tanto
tiempo atrás, por sólo permitir que él ajustara a la imprevista realidad
aquellas imágenes de ella misma que había hecho transcurrir, sin hacerse
ilusiones, por el desfiladero de sus melancólicos insomnios. Pero la gratitud
pronto fue desbordada. Como si todo hubiera estado dispuesto para la mutua
revelación, como si sólo hubiera faltado que se miraran a los ojos para
confrontar y compensar sus afanes, a los pocos días lo más importante estuvo
dicho y los encuentros furtivos menudearon. Mariana sintió de pronto que su
corazón se había ensanchado y que el mundo era nada más que eso: Alberto y ella.
"Ahora sí podés calentar el café", dijo José Claudio, y Mariana se inclinó sobre
la mesita ratona para encender el mecherito de alcohol. Por un momento se
distrajo contemplando los pocillos. Sólo había traído tres, uno de cada color.
Le gustaba verlos así, formando un triángulo.
Después se echó hacia atrás en el sofá y su nuca encontró lo que esperaba: la
mano cálida de Alberto, ya ahuecada para recibirla. Qué delicia, Dios mío. La
mano empezó a moverse suavemente y los dedos largos, afilados, se introdujeron
por entre el pelo. La primera vez que Alberto se había animado a hacerlo,
Mariana se había sentido terriblemente inquieta, con los músculos anudados en
una dolorosa. contracción que le había impedido disfrutar de la caricia. Ahora
estaba tranquila y podía disfrutar. Le parecía que la ceguera de José Claudio
era una especie de protección divina.
Sentado frente a ellos, José Claudio respiraba normalmente, casi con beatitud.
Con el tiempo, la caricia de Alberto se había convertido en una especie de rito
y, ahora mismo, Mariana estaba en condiciones de aguardar el movimiento próximo
y previsto. Como todas las tardes la mano acarició el pescuezo, rozó apenas la
oreja derecha, recorrió lentamente la mejilla y el mentón. finalmente se detuvo
sobre los labios entreabiertos. Entonces ella, como todas las tardes, besó
silenciosamente aquella palma y cerró por un instante los ojos. Cuando los
abrió, el rostro de José Claudio era el mismo. Ajeno, reservado, distante. Para
ella, sin embargo, ese momento incluía siempre un poco de temor.
Un
temor que no tenía razón de ser, ya que en el ejercicio de esa caricia púdica,
riesgosa, insolente, ambos habían llegado a una técnica tan perfecta como
silenciosa.
"No lo dejes hervir'', dijo José Claudio.
La
mano de Alberto se retiró y Mariana volvió a inclinarse sobre la mesita. Retiró
el mechero, apagó la llamita con la tapa de vidrio, llenó los pocillos
directamente desde la cafetera.
Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el verde para
José Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella. Tomó el pocillo verde
para alcanzárselo a su marido, pero, antes de dejarlo en sus manos, se encontró
además, con unas palabras que sonaban más o menos así: "No, querida. Hoy quiero
tomar en el pocillo rojo".
(1959)
De "MONTEVIDEANOS"
Mario Benedetti
Escritor
uruguayo, nació en 1920 en Paso de los Toros, Departamento de Tacuarembó. Fue
profesor de Literatura en el Uruguay, y colaboró con el Semanario
"Marcha". Escribió poesía, novela, teatro, crítica. Entre sus obras se hallan:
Poemas de oficina (1956), El país de la cola de paja, La tregua (1960), Gracias
por el fuego (1965); El cumpleaños de Juan Ángel (1971); Primavera con una
esquina rota (1982); La casa y el ladrillo (1977), Vientos del exilio (1982),
Geografías (1984) y Las soledades de Babel (1991). Su obra de teatro Pedro y el
capitán (1979), Letras del continente mestizo (1967), Sobre artes y oficios
(1968), Del desexilio y otras conjeturas (1984) y Crítica cómplice (1988), la
evocación autobiográfica en La borra del café (1993). En 1996 publicó sus
Cuentos completos, y en 1995, poesías El olvido está lleno de memoria. En 1997,
publicó Andamios otra novela autobiográfica.