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desde “MUCHAS MANERAS DE MATAR”de Bertolt Brecht

Hay muchas maneras de matar.
Pueden meterte un cuchillo en el vientre.
Quitarte el pan.
No curarte de una enfermedad.
Meterte en una mala vivienda.
Empujarte hasta el suicidio.
Torturarte hasta la muerte por medio del trabajo.
Llevarte a la guerra, etc...
Sólo pocas de estas cosas están prohibidas en nuestro Estado.

Para el crítico Maurice Molho un rasgo que constituye la literatura de cenáculo es que sus formas contienen giros lingüísticos que funcionan como contraseñas para que el grupo cenacular pueda reconocer a sus miembros. Es decir, el emisor del discurso lo hará mediante “…un lenguaje lúdico, codificado y descifrable, destinado a funcionar como el vehículo semiológico de una conciencia de grupo. El grupo…no es sino el único en detentar la hegemonía económico-política...organizador legítimo de la cultura…”

Esta definición dirigida a echar luz sobre determinados personajes de obras de ficción remite, con una exactitud que asombra, a los discursos sostenidos en nuestra actualidad de hoy por las voces más sobresalientes de los Estados Unidos, desde su Presidente hasta los medios periodísticos con mayor prestigio. El 14 de setiembre, Ronald Steel dijo desde el New York Times con relación al atentado sufrido en las Torres Gemelas: “… nos odian porque defendemos un nuevo orden mundial del capitalismo, individualismo, secularismo y democracia, que debieran ser la norma en todas partes.”

El “nuevo orden” invoca a sus filas a los miembros de ese grupo dominante, que no dudan en sumarse a la epopeya  antiterrorista del siglo. Los guiños sembrados en cada discurso y transmitidos con eficacia por los medios estadounidenses están claramente dirigidos. Leemos desde entonces en los diarios locales de todo el mundo sobre el avance de las negociaciones ante la ONU, la OTAN y demás organismos internacionales involucrados de un modo u otro en el conflicto; todos movimientos narrados brevemente, con el correr de los días, y que tienden a dejar cada vez más cerca a la guerra como única posibilidad.

Nadie ha negado, desde el 11 de setiembre del 2001 hasta hoy, que el ataque a Estados Unidos ha sido un acto terrorista. El vacío que el grupo dominante generó, con acierto, se mantiene sin embargo hasta hoy: no se ha hecho ningún análisis público de las causas que originan la ejecución de un atentado, el cual, por otra parte, no tiene precedentes. Y no se trata de cuantificar los actos terroristas en un hilo histórico o sociológico, sino simplemente de no negarle al hecho la singularidad del escenario donde ha ocurrido, del objetivo.

Chomsky  se ha manifestado de acuerdo con la definición de terrorismo que consta en los documentos oficiales de Estados Unidos: “el uso calculado de la violencia o de la amenaza de violencia para obtener objetivos que son de naturaleza política, religiosa o ideológica. Esto es realizado a través de la intimidación, la coerción o infundiendo miedo.” La problemática que resulta inherente es donde, desde tal postura, podríamos discernir el límite entre un movimiento terrorista y un movimiento contraterrorista como el que ha puesto en marcha el gobierno de Bush.  Para Chomsky, como para Michael Stohl, las grandes potencias siguen la misma táctica que definen tan claramente como terrorista: “… sólo que por convención se describe el gran uso de poder y la amenaza del uso de la fuerza como diplomacia coercitiva y no como una forma de terrorismo.” Cuando se descubrió, por ejemplo, que el atentado al edificio federal de Oklahoma City estaba relacionado con las milicias de ultraderecha, el poderoso Estado americano no dirigió su diplomacia coercitiva hacia Texas, Montana, Idaho, o cualquier otro lugar donde se ubican estas milicias, ni se preparó un plan de bombardeo sobre ciudades claves en esos estados. Pero tampoco allí se debatió sobre la problemática de un grupo poderoso que por acción u omisión genera la emergencia de grupos de milicias que reclaman bajo formas violentas. La condena sobre el responsable, en cumplimiento con el estado de derecho que tanto proclaman, es en parte una acción razonada, pero con la gran ausencia de un debate profundo sobre las causas.

Los estados son sistemas de poder, y responden por una parte a la distribución interna de ese poder, y  a “la razón de estado” que es un concepto definible por convención. No son instituciones morales, y prueba de ello es lo que señala tajantemente Stohl al respecto: “…el terrorismo masivo es un instrumento habitual de los estados poderosos…”. Los agentes morales somos nosotros, ciudadanos que conformamos distintos estados, y que debemos imponer limitaciones importantes al poder que cada uno de ellos ejerce. Una manifestación mundial por la paz como la ocurrida en los últimos días provocó en el Presidente de Estados Unidos  una declaración que sigue siendo una contraseña para el grupo secular: “…el tamaño de las protestas es como decidir una conducta política en base a un grupo de sondeo. El papel de un líder es decidir la política en base a la seguridad, en este caso a la seguridad de las personas...” y dijo estar en un “respetuoso desacuerdo” con los manifestantes.

Es decir que el Presidente Bush, ostentando el cargo de líder político del grupo hegemónico que impone una cultura, sigue desoyendo. No ha hecho espacio, como los anteriores gobiernos americanos, a los reclamos formulados desde cada uno de los países tercermundistas donde se han aplicado las recetas económicas del FMI y del Tesoro Americano y  que han llevado a sus estados a la decadencia de todo aquello que conforma  el nivel mínimo de vida: el sistema de salud, el sistema educativo, el sistema económico, el sistema productivo. Como resultado, no sólo del poder ejercido como diplomacia coercitiva sobre los mandatarios de cada país endeudado económicamente con el poder, sino también de la imposibilidad de los ciudadanos de canalizar sus acciones en forma efectiva a fin de limitar al poder como agentes morales, los países tercermundistas aumentan las estadísticas de desnutrición, indigencia, en una crisis económica-social que afecta globalmente a la región.

Así como cada una de las crisis que continúan empobreciendo a los países subdesarrollados no son casuales, y no resultan sólo a causa del poder ejercido por los países dominantes, sino también como consecuencia de la incapacidad de los gobiernos locales en enfrentar sus políticas, asimismo el papel de los Estados Unidos en la epopeya antiterrorista no es simplemente el de una víctima de los atentados del 11 de setiembre, ni el de un símbolo emblemático del estado ideal de democracia que otros grupos vituperan. Hay muchas maneras de matar, y convencionalmente aún nos resistimos a verlas como actos terroristas, aún cuando el uso del poder es violento y persigue fines políticos y económicos. Pero no se lleva a cabo mediante bombardeos, y viene sucediendo hace tanto que ya no es objeto de poemas, ni se discute si realmente pueden invocarse como razón de estado.

Eduardo Galeano escribía  hace un tiempo que “La política energética del país líder del mundo está dictada por los negocios terrenales, que dicen obedecer al alto cielo…Los Estados Unidos practican el terrorismo ambiental sin el menor remordimiento, como si el Señor les hubiera otorgado un certificado de impunidad porque han dejado de fumar…el 75% de la contaminación del mundo no proviene del 25% de la población. Y en esa minoría no figuran, bueno fuera, los mil doscientos millones que viven sin agua potable, ni los cien millones que cada noche se van a dormir sin nada en la barriga. No es “la humanidad” la responsable de la devoración de los recursos naturales, ni de la pudrición del aire, de la tierra y del agua. El poder se alza de hombros: cuando este planeta deje de ser rentable, me mudo a otro”.

Andrea Chiacchio


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